El ser humano ha dejado de ser nómada y se ha asentado en el Cabezo del Plomo. Más de 5.000 años han pasado desde que se instalaran en este cerro amesetado que les proporcionaba seguridad, cerca de una vega fértil y al lado del mar que tanto sustento les ofreció.
El Cabezo del Plomo fue hogar y refugio para una población máxima de casi un centenar de personas que lo habitaron entre finales del IV milenio y comienzos del III milenio antes de Cristo, perviviendo su ocupación posiblemente hasta la mitad del tercer milenio. Se trata así de uno de los principales asentamientos del final del Neolítico-calcolítico en el ámbito peninsular.
Un poblado fortificado que conserva la muralla de 130 metros de longitud y cabañas circulares, mientras que en la zona baja pueden contemplarse restos de un cementerio. La parte habitada del yacimiento cuenta con una extensión de 3.200 metros cuadrados, rodeada por la muralla que se localizaba en las zonas más vulnerables del poblado, es decir, al oeste y sur.
En el interior del pueblo, las viviendas contaban con zócalos de piedra. De los materiales encontrados, se deduce que sus pobladores ya se manejaban en el arte de la caza, en la agricultura del cereal, en el marisqueo y en la ganadería doméstica. También existe evidencia de dos tipos de plantas textiles, el lino y el esparto. Por otra parte, no se han encontrado desigualdades sociales entre las viviendas.
Al pie del cabezo se encontraba la necrópolis, aunque sólo queda un pequeño monumento funerario denominado “tholos”. Una construcción de forma circular, revestida por cuatro grandes piedras en su interior. Posiblemente estaría cerrado en su parte superior con una “falsa cúpula”. Un sistema en el que cada fila de piedras sobresale un poco sobre la anterior, estrechando cada vez mas en altura.
El monumento sirvió para los enterramientos colectivos del poblado realizados tras una incineración previa, donde se enterraban a los individuos con algunas de sus pertenencias personales.